Elefante, mariposa y hombre.

Existen muchos factores que influyen en el sentimiento de plenitud de las personas. Dinero, salud, amor, supresión de las almorranas, trasplantes capilares, tratamientos de lobotomización, raptos de princesas y príncipes azules. Para satisfacerlos, hay quien se guía por Jehová, por Maslow o, incluso, por un psiquiatra. Mi paradoja es que el ente al cual debo encomendar mis deseos es aún más abstracto que cualquier secta, ciencia o doctrina de la satisfacción. Todo lo que ansío son los bienes materiales de una herencia familiar, que me permitirían vivir el resto de mis días sin trabajar.

Camino hacia las oficinas de la administración X. Mis pisadas se vuelven lentas, profundas, plomizas; igual que las las de  un elefante. La administración X se asemeja al cementerio hacía el cual me obligan a dirigirme para morir. Durante el camino añoro el barro, el verde y los racimos de plátanos de aquellas selvas que aparecían en las películas de Tarzán. Quiero bañarme en un lago y escupir chorros de agua con mi trompa a tal velocidad que pueda formar arco iris en cada rayo de sol.

El funcionario que me atiende, un ser que podría ser bicéfalo con ese enorme buche en el cuello parecido al de un sapo viejo, parpadea varias veces, y cada parpadeo va acompañado de una flexión de nuez: nuez arriba, nuez abajo. Al mismo tiempo, la grasa de su cuello se abomba y desaparece, como si un pez empujara su cuello desde dentro. Expone nombres de informes que no he acompañado en la solicitud. Primero usa un tono de reproche; luego de suficiencia; por último, de compasión. Me da a entender que para conseguir lo que deseo aún ha de aparecer y extinguirse una nueva generación de mamuts. No soy capaz de replicarle nada. Lo miro con mis ojos de elefante; manso e inmóvil como si un pájaro desparasitase mi lomo. Quiero llorar, pero una capa de piel gris y arrugada envuelve mis párpados, cubre la tristeza y la evapora antes de que pueda convertirse en lágrima. Me levanto de la silla lento. Una montaña de papeles imaginarios se amontonan en mi cabeza, pero no puedo ordenarlos; solo deseo revolcarme en el lodo un día de sol.

Transcurren tres meses. Recopilo toda la información que se me exige. Reúno docenas de informes y acudo a todas las administraciones para obtener los sellos y compulsas que deben acompañar a los documentos. Durante este proceso, grandes costras de piel gris y arrugada caen de mi cuerpo, amontonándose en el sumidero de la ducha. No se trata de un cuarto de baño real, sino de uno que aparece en mis sueños. Aunque el sumidero es grande, las costras se depositan poco a poco, y forman una masa compacta que impide la entrada de agua a la cañería. Cada noche el mismo sueño; las primeras noches el agua aún fluye hacia la tubería; las noches siguientes la bañera empieza a rebosar; las últimas noches toda la casa se inunda hasta el techo. Debajo de la piel caída, la forma de mi cuerpo se transforma y es igual a la de una mariposa. Antes de que el agua me alcance, mi cuerpo escapa por una rendija y vuela al azul del cielo.

El día siguiente al último sueño acudo triunfante donde el hombre sapo, con la certeza de que mi esencia vital es la de una mariposa. Apenas me ve entrar, el cuello del viejo se tuerce como si se le hubiese atragantado un colibrí. Me pregunta por qué no llevo el sobre azul con el histórico  del impuesto de humedades y desconchados aplicados a los edificios del patrimonio familiar. Dónde está el certificado de defunción de mi tío abuelo, el que falleció en la guerra franco-prusiana. Y el documento sanitario L-52, el que acredita que carezco de enfermedades de transmisión bucodental. Le respondo que en otra administración me han recomendado omitirlos, ya que toda la información aparece en el certificado de familia y en el informe médico de la Unidad Hospitalaria de la Virgen del Perdón. Con una mueca, el hombre sapo analiza mi libro de familia. Falta el sello administrativo en la página diez, donde aparece la octava hermana de mi abuelo, la que falleció de poliomielitis a los dos años de edad.

La documentación es, por lo tanto, insuficiente. Asegura que debo acudir a varios emplazamientos. Primero a la concejalía de cifras y números, luego a la consejería de deidades mitológicas, de ahí al departamento de succión de almas, y luego a la gerencia de heces en la cabeza. Son nombres que traduzco según los designios de mi imaginación, puesto que los nombres verdaderos son tan reales y, a la vez, tan lejanos a mi esencia, que escuchar sus silabas literales provoca que se rebasen los límites de mi tristeza. Antes de irme creo escuchar unas palabras.
Solo una cosa más me dice el viejo sapo solo una cosa más. Entonces sus ojos se vuelven grandes y violetas, y una lengua estrecha y afilada emerge de su boca y se aferra a mis alas de mariposa mientras intenta engullirme. Esto sucede en el lapso de oscuridad de uno de mis parpadeos. Pero cuando vuelve a entrar la luz en mis pupilas, todo en la oficina permanece tal cual estaba, y el hombre sapo me observa desde su silla con un aire de tristeza irónica, como lo haría un padre con un hijo tonto.

Luego salgo a la calle y percibo que algo ha cambiado en mi interior. Creo saber lo suficiente de la vida para detectar cuando una enfermedad se vuelve crónica, sea esta real o imaginaria, y las rutinas que se erigen en su nombre desde que aparece hasta que acaba con su portador. Por eso decido renunciar a la herencia.

Esa noche sueño que un viejo sapo y yo flotamos en el espacio. La tierra ha desaparecido, cualquiera sabe por qué, y solo hemos quedado nosotros dos en un tiovivo de feria. Alrededor de la atracción de feria distingo las estrellas, algunos copos de nieve y el vacío de la oscuridad. Ya no soy un elefante ni una mariposa, solo un hombre desnudo, sobre una cebra de tiovivo. El viejo sapo llora, niega con la cabeza e intenta darme caza con su lengua. Pero yo, en mi condición de superviviente humano acompañado de un viejo sapo, carezco de depredadores naturales, así que su lengua apenas es un pequeño látigo rosa que me golpea cada minuto en medio de la oscuridad y el frío. Es una acción que se repite indefinidas veces, como si fuera el último acto de un orden que diera sentido a la existencia. 

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