Fábula de la mierda de paloma.

Primero quiero hablar de cuando las palomas cagaron toda la azotea.

Luego de la sustancia blanca de sus excrementos.

Por último de mi abuela.

De esas tres cosas quiero hablar. Y si me permiten de una cuarta: mi orgullo de nieto. Pero no me quiero adelantar.

El suelo de la azotea era difícil de limpiar. No se trataba de que las bacterias estuviesen limpias, sino de asesinarlas de una manera eficiente. Las bacterias no se bañan. Esto es difícil de explicar si no eres físico. Es como el estado de la materia del agua y el aceite y su segregación voluntaria en el espacio.

Un inspector de sanidad vino a casa. Las palomas estaban primero mustias, luego descompuestas, más tarde vacías de vientre. La culpa era de un vecino colombófilo. Entrenaba a las palomas en una pocilga. Las palomas no estaban vacunadas ni vivían en un entorno aséptico. Las palomas se revolcaban en mierda y luego se daban besitos en nuestra azotea. Y no solo besitos, también copulaban. El vecino era la vergüenza de la colombofilia. Sería juzgado. Pero la enfermedad ya se había propagado. El inspector de sanidad negaba con la cabeza. Se mesaba el bigote. Nos miraba con atención como el que se recrea en el canto de un pajarito enjaulado. Y musitaba: qué barbaridad, cómo está el mundo.

El origen del mal era la sustancia blanca. Ustedes habrán visto como los excrementos de paloma poseen esa especie de nata de leche coagulada. Ahí vive la enfermedad. Pequeñas bacterias que se comen el cerebro. Pero no el cerebro en su totalidad. Solo la parte que regula las inhibiciones. Estas bacterias no se ven y, sin embargo, pueden interferir en la vida de las personas cuando se introducen en sus mucosas. Mi abuela tenía cuidado con las cacas, pero el tacto es un sentido independiente, y hace lo que le parece cuando el cerebro no mira. Al final mi abuela se había revolcado sobre la sustancia blanca. Sin darse cuenta. Llevaba sustancia blanca de mierda de paloma en la cutícula de las uñas, en la encía y en el pabellón auditivo. En el ombligo, en los orificios nasales y en el cabello, desde el folículo hasta las puntas. ¿Cómo llegó la sustancia blanca al cuerpo de mi abuela? No lo sabía. Como ya he sugerido, el tacto es un sentido escurridizo.

Luego, qué mala suerte, llegó la enfermedad. Que una abuela de 88 años de repente se ponga a escuchar pop de finales de los 90, puede pasar. Que se estudie las canciones y finja cantar en inglés con un castellano inventado, en fin, uno puede pensar que son cosas de la edad. Pero cuando empezó a bailar una coreografía de los Back Street Boys en el tejado, desnuda y con un crucifijo en la mano, supusimos que algo mórbido se había instalado en su mente. La unidad científica solidaria de la concejalía de igualdad y ciencia del ayuntamiento envió a un equipo de neurólogos que identificaron su problema: bacterias que modificaban la morfología de su cerebro, generando conductas confusas e impredecibles.

Al final, las palomas, los únicos seres inocentes de esta historia, fueron sacrificadas. Pero eso es lo de menos. La moraleja es la siguiente: existen unos cursos del Instituto Nacional de Empleo sobre manipulación de alimentos. Estos cursos son fundamentales para la vida en las sociedades occidentales. El ser humano está en guerra contra las bacterias que considera nocivas; no aquellas del intestino que regulan las emociones del cerebro y la textura de nuestras heces, sino aquellas que ponen en peligro la salud de los seres racionales. Mi abuela, las cacas en la azotea, la sustancias blanca y sus bacterias, se encuentran en el temario para la obtención del título del manipulador de alimentos. Ahora mi familia forma parte de la historia de este país. Y yo me siento orgulloso como nieto. Quizás ustedes se pregunten que cómo puedo estar orgulloso de algo que no he producido yo con mi propio esfuerzo, sino de una situación fortuita en la que mi oficio e intelecto no han tenido nada que ver. En ese caso, yo les respondo que coman mierda de paloma.




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