Exhibicionismo en el parque.
Aparece entre los olmos, rodeado de flores y patos, con un
impermeable amarillo. Es un hombre de unos cuarenta años, de arrugas leves en
el borde de sus ojos claros. Cubre su cabeza con la capucha del impermeable a
pesar de que no llueve. Algunos patos vuelan espantados a su paso y se lanzan
al agua del estanque. Una colegiala observa las ondas del agua difuminando el
reflejo del hombre, al cual le sobresale un mechón de pelo rubio ceniza de la
capucha, a la altura de la frente. Entre el mechón, sus ojos se abren y se
agrandan redondos, llenos de blancura alrededor del azul. El hombre se
desabrocha el impermeable. La niña, aún pendiente del reflejo, se queda
hechizada frente a la anormal longitud y brillo de los cabellos rubios que se mecen
sobre el vientre rosado del hombre. No es capaz de mirar más abajo, de donde
emerge un extraño trozo de carne violeta. Una profesora de la escuela de la
niña lanza un grito que secundan el resto de las escolares. A un señor mayor
que pasa por allí solo se le ocurre colocar su chaqueta delante del hombre,
como si fuera un biombo. Hay una estampida de niñas. Otros adultos del parque
huyen con sus hijos porque interpretan que algo grave ha sucedido.
Cuando el señor de la chaqueta habla con los policías, trata
de ser preciso en la descripción. Ha sido agricultor toda su vida, y para ser sincero, el hombre tenía un cachirulo del color de
la beterraga.
La jubilada.
¡Malo, cerdo, pederasta! Eso es lo que pienso, en voz alta.
Para que me lo voy a guardar, si el médico me ha dicho que no entierre los
traumas. Justo en el banco donde me siento todos los días para poner la pierna
derecha en alto; la mala, la de las varices. Y ahora me tengo que sentar en
otro, más lejano, de lo sucio que está el aire. Pues no veo yo aparecer a este
señor nórdico, disfrazado de capitán Pescanova, con ese pito de perro al aire.
Y qué asco de ojos redondos, tan llenos de locura. O lo insulto o me da un
soponcio: ¡morlaco, cerdo, animal! Una pobre niña se quedó petrificada mirando
al agua. No podía ni moverse de la impresión. Y las otras niñas, claro, a
correr. Los pobres patos, también; cuac, cuac, todo el rato. Pero no un cuac,
cuac de jugar; sino de llorar, de tristeza. Pasaba un señor, con cara de
atontado, y no se le ocurre otra cosa que intentar taparlo con su chaqueta. Lo
que tendría que haber hecho, si era hombre, es darle de bofetadas. ¡Cerdo, lobo,
pervertido! Esto último se lo digo al sueco, no al atontado. Yo no pude ni
correr, de la impresión se me hincharon las varices. ¿Por qué me pasan estas
cosas a mí, que estoy jubilada y enferma y voy a la procesión del silencio en
semana santa?
Luego venga a hablar la policía con los testigos. A mi que
me dejen tranquila. Que se vayan con el tonto de la chaqueta. Pues no les ha
dicho que tiene el pajarito como del color de una verdura. Chico, ¿los ves que
vengan de mercadillo?
En la consulta de
un psicólogo, mucho tiempo después.
Lo distingo borroso, como un sueño o un recuerdo que una no sabe
si es real. Una mancha amarilla entre el verde. Estoy saltando a la
comba y mi falda de escolar se expande en el aire, dejando a la vista mis bragas.
No me preocupo de los niños porque no los hay; voy a un colegio solo para
niñas. Me aparto un poco del juego para contemplar a los patos. La mancha
amarilla se aproxima y dos ojos blancos y azules destacan dentro de la cara de
un viejo que parece joven, o un joven que parece viejo. Son ojos de por si grandes,
ensanchados por una expresión de asombro. No soy capaz de aguantarlos, y los
contemplo a través del reflejo del estanque. La mancha amarilla se abre y muestra
una barriga llena de pelos rubios y alargados que brillan con una intensidad
especial, quizás porque es un día de claros y nubes, la atmósfera está limpia
después de una lluvia leve, y la luz filtrada de las nubes se concentra en ese
trozo de vientre. Me quedo embelesada con el reflejo del sol en sus cabellos
dorados. Oigo a las niñas gritar. Las profesoras huyen con las otras alumnas y
se olvidan de mí. Muchos adultos del parque gritan y se alejan con sus hijos. Entra
en escena un señor que tapa con una chaqueta un trozo de carne violeta que emerge del señor
del impermeable —ahora sé que
era su pene, pero entonces me parecía algo irreal—
al cual no había prestado atención. Una nube oscura cierra el claro y el vello
deja de brillar. Luego sucede algo extraño, que no sé si he añadido al recuerdo con el paso del tiempo: aparece una policía y me aparta un poco de la
escena, me coloca de espaldas al hombre y comienza a leer un cuento que lleva
en la mano, al cual no presto ninguna atención.
Cuando en el micro del colegio se dan cuenta de que no estoy,
una profesora sale corriendo mientras grita mi nombre, como una madre que hubiese
perdido a su hija en la guerra. Llega jadeando, llorando y llena de sudor. La
mujer policía entrega mi mano a la de la profesora mientras le pide que se calle. El
hombre de la chaqueta habla de un pene parecido a una verdura fea, pero yo solo
pienso en ese vello tan largo y rubio que desde entonces he tratado de buscar
en los cuerpos desnudos de las piscinas y las playas.
Informe policial.
A las 11.57 a. m, encontrándose la patrulla 22 en las
inmediaciones del parque S, es avisada desde la unidad central de posible 25g: adulto en actitud libidinosa en presencia de menores. La
patrulla se presenta en la ubicación referida a las 12.01, y se acerca al sospechoso,
posteriormente identificado como J. M. H., el cual lleva como atuendo un
impermeable amarillo y desabotonado, mostrando zonas de desnudez que un
transeúnte trata de tapar con una chaqueta. Al principio los miembros
policiales interpretan que el señor J. M. H. cubre sus partes pudendas con un
taparrabos violeta. En realidad, una vez la patrulla se ubica en el lugar preciso para la identificación corporal, el taparrabos resulta ser su propio
órgano sexual, el cual presenta un tono mórbido: fláccido y violáceo. En ese
momento, procedemos a esposar al supuesto pervertido y recabamos información de
los distintos testigos. Una escolar conmocionada es atendida por nuestra
compañera de servicio B. P. G., quien da inició al protocolo de traumas
sexuales leves en infantes (con la lectura del cuento El bebé patito se hace
mayor). Leemos los derechos al detenido y lo introducimos en el coche policial. Durante la exposición
de derechos, el señor J. M. H. no da claras señales de entendimiento. Presenta
una mirada entre aturdida y asombrada, párpados muy abiertos, mejillas de un
rosa intenso, piel erizada (con vello corporal anormalmente largo y en punta).
Se prepara test de drogas y se le cubre con una manta blanca.
El testigo P. S. M, quien interpuso su chaqueta entre los
genitales del detenido y las miradas de los transeúntes; esto último, según él,
con ánimo de atenuar la histeria colectiva, refiere durante su declaración que
la beterraga es la verdura del miedo, siendo incapaz de precisar si el acusado
ha llegado a efectuar algún tipo de tocamiento a alguno de los menores o
adultos que presenciaban la escena.
El campesino.
Era un día sin viento, recién pasado por agua, que iba para
calor. Yo andaba con mis migajas, para darle a los patos, y en estas que
apareció el vikingo, encapuchado y con un mechón de pelo en la frente, igual
que la Caperucita, pero con aire de sambenito. Así iba el orate, sin botones ni telas donde
dios nos puso la semilla, con ese color de beterraga mustia, y una pelambrera
como de cebolla blanca cubriéndole la panza. La madre del borrego, me dije, y
caminé hacia él, porque estaba todo el parque lleno de nenas pequeñas de un
cole, y las iba a espantar. Como llevaba mi chamarra me dije, de perdidos al
río, y así me fui a taparlo para que no asustara al ganado. ¡Ridiela! Ojalá
hubiese llegado antes, porque en un instante se armó la de dios es Cristo. Yo le decía al vikingo,
cúbrase, que da usted más miedo que una jota de buitres en un hospital. Pero el
hombre iba a tontas y a locas, con los ojicos grandes como si se hubiese bebido
un guiso de amapolas. Y en esto que no podía dejar de mirarle la beterraga, que
de tan fea, caída y violeta, me recordaba al caer de la tarde allá en mi pueblo,
en Castilla, cuando se junta el color con el recuerdo de los muertos.
Luego yo le explicaba al señor policía, que quería saber si
el hombre había tocado a las criaturas, y yo; ¿mande?, qué no. Pero no podía
dejar de hablarle de la beterraga, porque me había entrado en los ojos y no me
la podía sacar ni pensando en la imagen de la Virgen de la Peña.
Capitán Pescanova.
Yo ser Jesús sobre las aguas. Apartar oscuridad. Apartar átomos. Apartar patos. Amar materia. Guijarros. Potaje de berros. Digerir peyote. Vomitar un Satán. Amar Pachamama. Amamantar a Buda, Gandhi, Macaco. Pisar hierba, raíces y caracoles. Tacto puro, biológico y
santo. Yo nacer jipi. Santo. Ojos azules. No comer carne. No pecar. No hacer caca procedente de animal. ¡Nunca! Ser puro. Mi poner la capucha. Amarilla de luz. Mirar alrededor. Niñas y viejos. Quitar botones de ojal. Sembrar la visión. Una mujer gritar. Solo ver
cipote violeta. ¡Imbécil! No Satán. No cerdo. Cipote santo y vegano. Niñas y señores,
todos correr. Pensar en fruta de Satán. Nadie conocer la visión en mi cuerpo. Solo la
niña santa. La luz de mi vientre saltar a sus ojos. Saber mi pureza. Yo ser vegano. Vegano y santo. Ahora la niña ser especial. Virgen y vegana. Paleto venir a mi. Querer torear. Meh. Él sabiduría en
primer estado de la substancia. Yo andar en decimoquinto estado. Yo doctorar en Buda. Él preescolar de santo. La niña estar sembrada. Toda de rayo de santo.
Venir gente de azul. Tapar
mi rabo violeta. No enfermar, solo pintura. Cochinilla natural. Crudivegana. Yo ser santo y Jesús. Vivir
en el sol.
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