Fantasmas en la oficina.


En 1983, en pleno mandato del alcalde Elfidio Melos, el funcionario de carrera Don Gregorio Granizo, apodado en la concejalía de urbanismo como el señor Gramos, sufrió un ataque al corazón mientras trabajaba en su despacho. Lo encontraron desplomado sobre su mesa de trabajo. Por primera vez en su vida laboral, y a solo dos semanas para jubilarse, el señor Gramos dejó un informe sin acabar. Manchado por la baba del funcionario, la empleada de la limpieza retiró el informe, que acabó en una carpeta denominada “Inconclusos”.

Tres horas más tarde, en un edificio a 637 metros del despacho del Señor Gramos en dirección nordeste, su hija Lucila Granizo, de diez años, huérfana de madre desde hacía cuatro, recibía la noticia de su muerte a través de un teléfono gris de ruedecilla. En mitad de la emisión de la Gallina Caponata, y sin terminar aún su tostada de nocilla, se lanzó en plancha desde el quinto piso de su edificio a un patio interior, interrumpiendo una trifulca entre gatos en celo. Uno de los gatos amortiguó el impacto contra el suelo de la niña, pero se quedó incrustado en su cráneo. La niña se alzó y caminó durante unos segundos con el gato en la cabeza, como si bailara una canción lenta. Luego se derrumbó y compuso un cadáver en forma de L sobre el cemento. La vecina que tendía la ropa y vio la escena tuvo que ser ingresada en el hospital por una angina de pecho.

Hoy es la tarde de un jueves de principios de noviembre. Me encuentro solo en la tercera planta del edificio de servicios sociales antigua concejalía de urbanismo haciendo horas extraordinarias, ya que solo a esta hora dispongo de ordenadores, en un despacho que en lugar de paredes posee ventanales; una especie de extravagancia arquitectónica para que el funcionario que opere allí no pueda hacer el vago sin ser señalado. Al otro lado de la sala comienzo a distinguir una niebla familiar. En esta planta se me han aparecido el señor Gramos y Lucila Granizo en cinco ocasiones, una de ellas mientras trataba de hacer caca en uno de los servicios.

El patrón de apariciones es siempre parecido al de hoy. Primero la temperatura desciende y comienza a hacer un frío que pela. El señor Gramos surge de la nada, bamboleando de forma exagerada sus brazos largos. Se planta frente a mi y me mira con gravedad desde el otro lado del habitáculo de cristal. Aunque deja de caminar, continua oscilando los brazos de arriba a abajo, como si sus extremidades superiores no reconocieran las pausas de sus pies. Su cuerpo es como el cuello de una jirafa. Es tan delgado que, a veces, cuando está de perfil, se crea un efecto óptico en el que parece que su cuerpo se asienta sobre dos dimensiones en lugar de tres. Tiene además un espeso bigote gris, del que emana un vaho helado del mismo color, que empapa de niebla el cristal.

El señor Gramos da otro paso más y la materia de la que está hecho atraviesa el ventanal. Las cuencas de sus ojos están hundidas, pero en esta ocasión soy capaz de aguantarle la mirada y concentrarme en su iris vidrioso (esto jamás lo haría con su hija, ya que le tengo miedo). Tatuado sobre su iris con pedazos de pupila distingo una especie de sigla negra: L51. Gramos me dirige la palabra.


Modelo de informe L51. Ayúdeme a darle registro de salida, con el sello de la concejala Herminia Hernández y la firma de la jefa de servicios en el reverso de cada página impar.
No puedo ayudarle, no soy personal administrativo cualificado. Solo cambio bombillas miento.
Ayúdeme usted, señor Bombillas, a encontrar la carpeta inconclusos.
Está al fondo al pasillo, en el cuarto de la fregona.
Las apariciones suelen tener lugar antes del atardecer, entre las 6 y las 8. En el ayuntamiento están tan acostumbrados que han diseñado un folleto donde se explican pautas para interactuar de manera adecuada con los fantasmas. En él puedo leer que “las almas en pena son presencias espectrales que obedecen a un patrón obsesivo producto de una acción no finalizada en vida, en la que el muerto depositaba gran parte de sus expectativas vitales”. En la página dos se dan una serie de consejos sobre cómo deben ser los diálogos con el fantasma. “La inteligencia de estas presencias espectrales se circunscribe de forma exclusiva a su universo obsesivo. Cualquier intento de razonamiento con la presencia desde parámetros que no obedezcan a su obsesión serán ignorados, rechazados y pueden ser el origen de un aumento de su ira. Deben utilizarse frases cortas y precisas, que den una respuesta satisfactoria a sus demandas a corto plazo”.

Cuando comenzaron las apariciones, hace más de una década, el ayuntamiento pagó en negro a una vidente para que resolviera el problema, por las continuas bajas por ansiedad del personal laboral que operaba en horario de tarde. Si bien la solución que la profesional planteó para resolver la situación era sencilla 
todo pasaba por la finalización del trámite administrativo que ejecutaba el finado en el momento de morir hubo una oposición por parte del jefe de funciones, quien objetaba que era inasumible desde el punto de vista de la ética dar cierre a un acto tan anacrónico y fuera del orden establecido. Ante su negación se optó, como medida excepcional, por la creación de un sistema distractor que llevara a las presencias a creer que la solución de sus problemas se hallaba en el antiguo cuarto de las fregonas, habitación que no se utilizaba desde hacía años.


En cuanto al fantasma de Lucila, la vidente que se consideraba a si misma como una psicóloga de los muertos determinó antes de que la burocracia chafara su plan, que una vez que el fantasma del señor Gramos resolviera el trámite tomaría constancia de su hija, quien lo perseguía en el mismo plano al no hallar en él una respuesta adecuada a las necesidades de una preadolescente huérfana de madre. Una vez el señor Gramos constatara la presencia de su hija, asumiría su rol paterno. Luego, ambos abandonarían este plano a uno superior, donde se reunirían con sus familiares muertos y la vida, o lo que hay después, sería menos complicada.

Pero volvamos al día de hoy. Después de haber enviado al Señor Gramos al cuarto de la fregona aparece, como siempre, su hija Lucila. Aunque intento que no me asuste, es imposible, ya que
 el maullido del gato que lleva pegado a la cabeza siempre me hace saltar de la silla. El rostro ovalado de Lucila se divide en dos partes: una parte de apariencia blanda, en el que destacan sus grandes ojos grises y sus mofletes y párpados caídos que a mi me recuerdan a una muñeca pepona de mi infancia y otra de apariencia dura o trascendental; una boquita de piñón de labios finos gobernando su enorme cabeza, paralela en sentido vertical a un gran lunar de su entrecejo, que le dan una apariencia mística parecida al de una discípula del Dalai Lama. Contemplarla con esa mezcla de rasgos, además de ese gato horrible pegado a su cabeza, me produce una especie de disonancia cognitiva. Suelo pensar que una parte de mi identidad intenta desprenderse de mi para incorporarse a su mundo de locura. A pesar de todo, siempre trato de mantener la calma y contestarle de manera adecuada para que se largue lo antes posible. Lucila entabla conmigo la siguiente conversación.


¿Mi padre me quiere?
Supongo que si.
Busco el lugar donde mi padre me quiera.
Tiene que resolver unos asuntos en la oficina, cuando los termine te querrá.
Sé que en esta casa existe un lugar donde mi padre me quiere. ¿Dónde se encuentra?
Por allí, en el cuarto de las fregonas.

El que sea la sexta aparición de Lucila me otorga bagaje suficiente para finiquitar rápido la gestión, pero no siempre ha sido así. Lucila tiene una particularidad: en el momento de morir, su alma quedó anclada a la del gato que se incrustó en su su cabeza, de manera que en ocasiones de duda el gato toma el control de su materia espectral y la convierte en una presencia agresiva. Según la vidente, ella y el gato han quedado fusionados por un trauma, y solo que uno de los dos se libere de éste serviría para que quedaran despegados. El día que se me apareció frente al váter no pude dominar mis nervios, y le contesté sin seguir el procedimiento estándar.


¿Mi padre me quiere?
Por favor, deja que me limpie el culo, te juro que te contestaré en un segundo.
¿Por qué? ¿Es que mi padre no me quiere?
Espera, te respondo en seguida... Es que alguien ha mojado el rollo de papel y el borde se ha quedado pegado. No me mires, que me pongo nervioso.
¿Dónde está mi padre? ¿Que le has hecho?
Nada, te lo prometo. Solo intento limpiarme el culo.

En ese instante, Lucila cerró sus párpados, comprimió su boca hasta que tuvo el tamaño de una lenteja y empezó a bufar y maullar de forma compulsiva. De forma instintiva, traté de calmarla con un bisbiseo improvisado, que es la única forma que sé de comunicarme con gatos. Debo reconocer que estaba algo confiado, porque en un tutorial de fantasmas de Youtube que había visto se explicaba que un fantasma nunca agrediría a un ser humano en el plano terrenal. Por desgracia, mi bisbiseo puso más nervioso al gato, que tomó el control del brazo derecho de Lucila y me arañó un muslo, haciendo que saliera corriendo del cuarto de baño primero, y de la planta después, en mitad de un ataque de pánico y sin pantalones.

Lo habitual cuando los espectros son enviados al cuarto de las fregonas es que tarden un tiempo en volverse a manifestar, pero la inteligencia del señor Gramos va más allá de la de una fantasma convencional. Eso supone que posee la habilidad de resolver problemas y evadir el patrón repetitivo de un espectro común. La particularidad de este día es que el Señor Gramos se me aparece por segunda vez en el mismo turno, lo cual es una novedad para mi.


Señor Bombillas, observe esta carpeta. En ella reside el equilibrio entre la vida y la muerte, la administración y la nada. Este es el informe L51. Solo falta el sello de la concejala. Ayúdeme a encontrar su sello e imprímalo sobre su firma.

Por algún razonamiento que se me escapa, el señor Gramos ha encontrado el famoso informe, descolorido y lleno de moho. Es probable que haya descubierto el almacén del sótano donde están almacenados todos los informes antiguos. El caso es que el sello que me pide es el de una concejala que dejo de ejercer hace más de dos décadas.

Discúlpeme, señor Gregorio, pero en estos momentos es casi imposible encontrar el sello de la concejala Herminia.
¿Imposible? No, nada de eso. Pero tiene que ayudarme con su visión terrenal. Concéntrese en el humo de mi bigote.

Del bigote del señor Gramos comienza a emanar un humo parecido al de una vieja locomotora. La niebla gira en círculo en el sentido de las agujas del reloj y forma una especie de agujero negro en su centro. El agujero clarea y se definen los contornos de una oficina. Es una de las habitaciones adyacentes al viejo archivo, donde se almacenan objetos de oficina de otras épocas. La operación se vuelve complicada ante la cantidad de objetos extraños de la habitación: encuentro un álbum de cromos de Naranjito, varios patinetes de la Campaña "No contamines, usa el patinete", media momia guanche, un feto en un pequeño bote de formol y miles de carpetas mohosas. El sello de la concejala Herminia aparece sobre un estante, al lado de una armadura medieval, entre una vieja edición de La Constitución y unos anteojos. El señor Gramos coloca su bigote en mi oreja izquierda y me dice: “acuda raudo donde el sello”.

Bajo las escaleras con un ligero temblor de piernas, pero con decisión. El Señor Gramos me acompaña oscilando los brazos, en una de sus manos lleva el informe L51. Llegamos donde el estante. El sello mantiene el brillo de la pintura, quizás por las condiciones de humedad de la habitación. Ni siquiera tengo que humedecerlo en tinta para imprimirlo sobre las firmas de la concejala. Entonces escuchamos un maullido. Lucila aparece en la esquina de la habitación. Observa a su padre con sus enormes ojos grises. El Señor Gramos la ignora. Con su odioso gato adherido a la cabeza, comienza a hacer unas extrañas piruetas hacia los lados, como si fuera una gimnasta. Aunque se le acaba el suelo, continua las piruetas por las paredes y el techo.



Señor Bombillas, debe proceder a enviar este documento físico a la Oficina del registro, en la Calle San Agustín.
Don Gregorio, la oficina cerrará en unos minutos. Si voy a pie no llegaré a tiempo. Pero puedo enviar el documento escaneado a un correo electrónico. Una vez enviado, el funcionario procederá a darle registro de salida.
Haga lo que sea preciso por el bien del ciclo natural de la administración.

El escáner hace un copia digital que almaceno en un archivo. Lucila me observa con sus pies pegados al techo, en posición vertical. Su comportamiento sigue siendo extraño. Primero comienza a cantar una vieja canción de Raphael. Luego a darse cachetes en sus mejillas. Estoy a punto de darle a la tecla de enviar. El gato bufa y grita como si lo estuvieran matando.


¿Por qué se para usted? ¿Hay algo que lo incomode?
El gato…
No veo ningún gato. Concéntrese en lo importante.
Pero su hija lo está buscando, quiere que usted cumpla como padre.
Yo solo cumplo como padre de mis informes.

Pulso sobre enviar. Sobre el archivo aparece la palabra enviado en letras verdes. Lucila y su gato han desaparecido del techo. El señor Gramos parece exultante. Sus labios finos forman una sonrisa torcida. Su cuerpo permanece quieto, a diferencia de sus brazos, que se mueven como si bailará. La niebla que emana de su bigote comienza a cubrirle el rostro. Me mira a los ojos por última vez y me dice: “gracias por su inestimable ayuda, señor Bombillas. He cumplido con el ciclo de mi vida administrativa. Ahora, que la naturaleza o dios hagan su trabajo”. La niebla envuelve toda su silueta hasta que no se le distingue. En el momento de diluirse la neblina, el Señor Gramos ya no está presente.


Me dirijo a mi casa con la sensación de, por una vez, haber hecho bien mi trabajo. Los días se suceden y no percibo nada extraño en el edificio. Hasta que una tarde debo hacer de nuevo horas extraordinarias. Al poco de comenzar escucho al gato. Su maullido es alargado y triste; grave al comienzo del lamento, ascendiendo en agudos a medida que se alarga. Parece como si imitase a un lobo que aullase a la luna. Lucila levita con lentitud, la planta de sus pies está a dos centímetros del suelo. Mira a ambos lados; cuando lo hace a la derecha me encuentro con los ojos del gato, cuando lo hace a la izquierda con sus ojos.



Mi papá no está en el cuarto de las fregonas.
Creo que no.
¿Volverá?
No. Creo que se ha jubilado.

Lucila dirige su mirada al suelo. Sus párpados y mofletes parecen más caídos que nunca. La oigo hablar sola: “papá, ¿te acuerdas del Un, dos, tres? Fue la última vez que me abrazaste, en el sillón de casa. Mayra Gómez Kemp dio a elegir a esa pareja de ancianos entre un millón de pesetas y un gato de angora. Eligieron el gato, pero ellos no lo sabían. Igual que yo”. Camina hacia la ventana de acceso al patio interior. Estamos en una tercera planta al nivel de la calle, un quinto desde el nivel del patio interior. El gato maúlla lento, y en su maullido transmite algo parecido al hartazgo. Antes de lanzarse, Lucila mira al cielo, deja al gato sobre el piso y murmura: “algún día me recogerás. Aunque sea después de llegar al suelo”.



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